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  • Foto del escritorlaventanademariel

Ella está bien

Actualizado: 13 dic 2021

Junto a la ventana, veo como cae el atardecer. El viento, caprichoso siempre, acaricia a su antojo las copas de los debiluchos árboles. Y el cielo es de un azul oscuro casi negro.

Cada día, a la misma hora, el foco de la fábrica de vidrios se enciende abriéndose paso ante la inminente negrura. Las milésimas de segundo que separan el día y la noche, la luz de la oscuridad, bastan para que recobre la confianza en mi misma. Es curioso como una minúscula fracción de tiempo puede transformarme así: me siento fuerte, poderosa, ágil, lúcida, bella… En paz. Serena. Poco después, cuando el gran círculo dorado se oculta, definitivamente, entre las sombras picudas de las naves industriales y el foco comienza a iluminar mi pequeño cuarto, la alegría que ha recorrido mi frágil cuerpo durante este instante, tan placentero como frugal, se desvanece como el agua dulce en mitad del desierto, y vuelvo a refugiarme dentro de mi crisálida de color gris.

Paseo inquieta de un lado a otro sin saber muy bien por qué. Cada cierto tiempo me apoyo en la pared y miro a mi alrededor. Esa quietud me ahoga y a los pocos minutos tengo que volver a caminar. Mi mente es un bombardeo incesante de pensamientos; voces, imágenes, olores… todo se agolpa en mi cabeza y parece no tener fin.

Lo único cierto, es que a los pocos minutos comienza un horrible dolor de cabeza. El dolor es tan punzante, sobre todo en la zona de las sienes, que me tiro al suelo y me arrincono contra la única esquina libre de mi habitación, me siento con las piernas encogidas, me abrazo, como si alguien intentara arrebatarme el último aliento de cordura y comienzo a tararear una canción, en bajito, haciendo pequeños movimientos de atrás hacia delante, acunándome a mi misma en un afán por conseguir olvidar el dolor; pero cuánto más quiero olvidar, más duele.


Soy incapaz de recordar cuando lloré por última vez…


La cefalea baja por el cuello poniéndose cada vez más rígido. Entre dolores, me incorporo y recorro el estrecho pasillo hasta la cocina. La tenue luz que emite la campana extractora ilumina una cacerola de acero con unos pocos espaguetis, ya secos, que he preparado al mediodía y que ni siquiera he probado.


Un espagueti yace, solitario, pegado a uno de los azulejos de la cocina.


De puntillas extiendo el brazo todo lo que da de sí. Alcanzo a sacar una caja de uno de los armarios. Mis huesudas manos tiemblan involuntariamente desde hace varias semanas. No se lo he contado a nadie porque estoy segura de que es un efecto secundario de los antidepresivos (mi hipocondría diagnosticada me prohíbe leer los prospectos de las medicinas). Miro fijamente el interior y elijo un sobre. “Ni el último ni el primero”, pienso. “Uno del medio, dos hacían atrás”.

El envoltorio con forma rectangular y miles de gránulos de color blanco dentro, puede pasar inadvertido para cualquier persona normal; para mi no. Tengo una predisposición natural a querer encontrar el equilibrio en cualquier cosa, aunque sea eligiendo un simple sobre de Espidifen. Ya se encarga la suerte, el azar, el destino (o lo que puñetas sea), de zarandearme y colocarme en un extremo u otro de la soga.

Insegura, como de costumbre, consigo abrirlo y disolverlo en un poco de agua. Me tapo la nariz mientras sorbo de un tirón la mezcla: “¡Qué puto asco!”.

León está jugando con sus juguetes en el salón. Me ha oído.

- Mami, ¿estás bien?

- Sí, cariño. No te preocupes.

El Espidifen de 600 en sobre sabe a rayos. Sube por mis tabiques nasales y puedo sentir cómo me perfora el cerebro, aniquilando una a una las pocas neuronas cuerdas que creo que todavía andan por ahí. Eso sí, pasados unos minutos el dolor desaparece. Son las ventajas de haber tomado homeopatía tantos años seguidos; los analgésicos actúan de inmediato.

Cojo la caja y la dejo en su lugar. Realizo un paneo lento por el Citalopram, la Mirtazapina y el Zolpidem y echo cuentas con los dedos. Cierro de un golpetazo la puerta del armario. Llevo casi un año de tratamiento. ¿Hasta cuándo? Me juzgo.

Mi doctora me ha aconsejado que tenga paciencia; que el tratamiento va para largo. Por otro lado, mi terapeuta me ofrece, previo pago, diferentes técnicas para ir mejorando: meditaciones guiadas, ejercicios de sofronización, libros de mindfulness… Pero nada de esto funciona. Es más, hace efecto rebote y me produce más ansiedad.

Yo soy consciente de la cantidad de personas que tienen que investigar y trabajar duro para que estas pastillitas del tamaño de una lenteja funcionen. Pero, sinceramente, el esfuerzo de los demás me la trae al pairo.

Nadie sabe que tomo antidepresivos, ansiolíticos y una pastilla para dormir. En más de una ocasión lo he criticado y pensaba que nunca tendría que recurrir a ese tipo de fármacos.

He decidido guardarlos en lo alto de uno de los armarios de la cocina. “Así no están al alcance de León". Me miento y lo acepto.

Al pasar por delante de la puerta del horno, no puedo evitar mirarme. Me desabrocho la bata, me subo la camiseta del pijama y meto tripa. El espejo de esa puerta no me devuelve lo que esta mente turbia desea ver. Me autoevalúo constantemente. Cuando algo en mi cuerpo no está dónde o cómo yo quiero, me toco una y otra vez de manera compulsiva hasta que me convenzo de que "estoy bien”. Luego, paso algunos días tranquila y después, vuelvo a encontrar en mi cuerpo algo con lo que entretenerme: un granito en el pecho, una verruga, un ganglio más inflamado de lo normal en la garganta, una mancha en el abdomen… cualquier cosa me viene bien para mantener mi cabeza ocupada. Ahora, la piel se hunde entre mis costillas. Peso menos de 40 kilos. Esto provoca que la regla no me baje regularmente. Y cuando lo hace, es de risa. La última vez que pisé la sala de urgencias del hospital con una crisis de ansiedad, fue porque me noté unos bultitos en el fondo de la lengua.

- Efectivamente, me confirmó la doctora Monge (no me olvidaré de su apellido ni de su cara de póker). Son tus papilas gustativas, nena. Escondida bajo la enorme capucha de mi sudadera, salí de allí con el corazón a punto de infartar, aguantando la respiración (creo que así me hago invisible), hasta que logré llegar a mi coche.


Un imán con forma de manzana ocupa el centro de la nevera. Mi mejor amiga me lo ha traído de Nueva York. Se lo agradezco y también siento envidia. Lo contorneo sutilmente con los dedos mientras me pierdo en alguna de mis fantasías.

- ¡Mami! - noto como una manita tira de la manga de mi bata.

-¿Qué vas a hacer para cenar? Tengo hambre.

- Ummm… pues no lo sé. ¿Qué te apetece?, ¿quieres que haga una tortilla?

-¡Sííí, por favor! - me dice el leoncito poniéndose de rodillas, suplicándome en tono guasón.

- ¿Me ayudas a pelar las patatas? Así vamos más rápido y cenamos antes.

León se sube de un salto a la encimera. En ese momento recuerdo que yo hacía lo mismo con mi madre. Me sentada al estilo indio y me quedaba embobada observando con qué maestría ella pelaba y cortaba las patatas. ¿Cómo era posible que le salieran esos cuadraditos tan perfectos, todos iguales de tamaño y grosor? Compartí muy pocos momentos junto a ella. Así que guardo estos recuerdos dentro del "cajón de los momentos felices con mamá".

Ahora, León y yo lo hacemos juntos. Concentrados y cómplices de un bello silencio. Él me mira por el rabillo del ojo y frunce el ceño porque le da rabia que yo sea mucho más rápida que él. A León no le gusta perder en nada. Es muy competitivo. No quiero que esto termine en llanto así que bajo el ritmo. Cuando concluimos, León me mira con sus ambarinos ojos en los que yo me reflejo. Y, sin ningún tipo de contemplación, me lo tengo que comer a besos.


Durante la cena me quedo embelesada escuchándole contar historias. Es un parlador nato; no ha salido a mí.


Su ritual antes de acostarse es siempre el mismo: Hace pis, se lava los dientes, da cuatro tragos (ni uno más ni uno menos) a su botella de agua y coloca a su lado sus tres peluches favoritos: Mickey Mouse, un osito disfrazado de Batman y Dobby, el elfo doméstico de Harry Potter. A “Los Otros Veinte” (como yo les llamo), los acomoda a los pies de la cama. “Así me protegen de los monstruos, mami”. “Cariño, yo no sé qué vamos a hacer con tanto peluche”, le repito cada noche.

- Anda mami... cántame una canción… León es muy hábil para cambiar de tema cuando le interesa.

- Puf, hoy no me apetece, cariño. Ya es tarde.

-Por fa, mami... Hace mucho que no me cantas, me gusta escuchar tu dulce voz – León sabe cómo engatusarme.

- Mami, ¿Puedo preguntarte una cosa? León me interrumpe. Estaba a punto de empezar el recital.

- Dime…

-¿Por qué ya no te ríes igual que antes?

-¿Por qué dices eso?

- No sé, antes estabas más contenta. Además, ahora estás muy delgadilla.

Me sorprende la curiosa asociación de ideas que ha hecho. Mi abuela siempre me decía: “De la panza sale la danza". Cuando era pequeña llegaba llorando a casa, un día sí y otro también, porque mi compañero de clase, Iván Vegas, me llamaba “Vaca”. Es un hecho que mis pérdidas de peso siempre han sido proporcionales a mi grado de tristeza. Pero la realidad es que ni la niña gordita de entonces, ni la adulta prefabricada en la que me convertido hoy, me han aportado un gramo más o uno menos de felicidad.

- Bueno cariño, a veces la tristeza se queda en nuestro corazón un tiempo y le cuesta irse, pero… yo te quiero igual ¿eh? Intento salir del paso como puedo.

- Yo también te quiero, mami. León se tira a mi cuello.

Comienzo a cantar. León está acostumbrado a oírme cantar desde que tiene el tamaño de una judía. Se ha quedado dormido al instante. Dejo fluir la última nota hasta que el silencio se instala cómodamente en la habitación. Redondeo sus rizos entre mis dedos y le beso en la frente. Entorno con suavidad la puerta y salgo sigilosa.

Caigo a plomo en mi lado del sofá. Me tapo con mi vieja manta de colores. Ella sabe... Apoyo la cabeza en el respaldo. Tengo que recordarme que no estoy sola. "No estoy sola". "No estoy sola..." Me tomo las pastillas. Estoy cerrando los ojos. Suena de fondo " Clair de Lune" (Claude Debussy).

Parece que duermo...






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