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  • Foto del escritorlaventanademariel

Agua de violetas

Actualizado: 19 abr 2021


Elisabeth guardaba grabado a fuego en la memoria el día que le bajó la regla por primera vez. Recién llegada del colegio se fue directa al baño, como de costumbre, porque se hacía pis. Al bajarse la braguita vio una mancha de sangre y corrió, asustada, a contárselo a su abuelita, que estaba preparando la comida.


Angelita como la llamaba cariñosamente todo el mundo, era una mujer de gran belleza. Tenía el pelo blanco y las manos eran grandes y duras como una piedra. En su mejilla derecha lucía un lunar a lo Marilyn Monroe y llevaba siempre, aunque estuviera en casa, zapatos de tacón negros y los labios pintados de rojo carmín.


Angelita olía a agua fresca de violetas y a rosas recién cortadas de su jardín.


Durante la guerra, con dieciocho años recién cumplidos, Angelita estuvo sirviendo en casa de Los Calderones, que era una de las familias más ricas de la capital. Muy poco después conoció a su marido, se casó y tuvo a sus cinco hijos. El primero de ellos, Vicentín, murió a los seis meses de nacer a causa de una meningitis. No se pudo hacer nada. Fue fulminante.


Elisabeth era incapaz de imaginar el dolor tan desgarrador por el que tuvo que pasar su abuelita ante la prematura muerte de su hijo. ¿En qué lugar de la memoria y del corazón de aquella joven madre quedó el recuerdo de su primogénito? Angelita nunca hablaba de su pequeño. Vicentín era un capítulo cerrado.


Luego llegaron María, Carlines, Curro y la pequeña Elena.


En aquellos duros años de postguerra, los tragos amargos se pasaban a base de pan duro con aceite. El chocolate lo veían de Pascuas a Ramos, según contaba. Y los hijos se tenían de tres en tres, a pesar de la escasez, porque amortiguaban la tristeza y ocupaban el vacío que dejaban los que habían perdido la vida en el campo de batalla. O habían salido de la cárcel de “El Dueso” para morir de una neumonía tres semanas después, como había ocurrido con su propio padre, Daniel.


Angelita también perdió a su marido demasiado joven y se quedó sola con cuatro criaturas. Con la poca ropa que había dejado el difunto, y lo que le iban dando las vecinas, confeccionaba camisas, vestidos y pantalones para sus hijos. Muy rara vez se hacía una blusa, con algún cuello bonito de encaje que tanto le gustaban. Cosía siempre de madrugada, mientras los niños dormían. Y, al día siguiente, los pequeños tenían su ropita “nueva” para ir a la escuela.


Cuando los hijos de Angelita volaron del nido y formaron sus propias familias, su carácter se volvió serio y solitario. Solo se mostraba algo más alegre cuando cocinaba. Preparaba pollo en salsa, recién traído del corral de la señora Chon, su vecina del 7. Le echaba mucho ajito, bien de cebolla cortada en medias lunas, y un pimiento rojo cortado también en finas tiras. Lo dejaba a fuego lento durante varias horas y, mientras el guiso se entonaba, Angelita cantaba antiguas melodías castellanas que su madre le había enseñado cuando era niña.

“Al olivo, al olivo,

al olivo subí.

Por cortar una rama

del olivo caí.


Del olivo caí,

¿quién me levantará?

Esa guapa morena

que la mano me da.


Que la mano me da,

que la mano me dio.

Esa guapa morena

es la que quiero yo.


Es la que quiero yo

y es la que he de querer.

Y esa guapa morena

ha de ser mi mujer.


Ha de ser mi mujer,

ha de ser, y será.

Esa guapa morena

que la mano me da”.


Los vecinos de la plaza, encantados de escuchar a la bella viuda cantar, se asomaban a los balcones y gritaban: “¡Bravo! ¡Bravo!”, mientras a lo lejos se oían algunos aplausos. Pero Angelita, que no era muy dada a recibir cumplidos, sonreía de medio lado y seguía concentrada en su labor con el ceño fruncido.

El olor a ajos frescos y a chorizos de matanza lo impregnaba todo en aquella humilde cocina. De la puerta de la despensa, en una bolsa de algodón beige, asomaba religiosamente cada mañana una torta de pan de aceite y sal, de la que Elisabeth se encargaba de ir dando buena cuenta. Entre pellizco y pellizco, Angelita solía pillar a su nieta con las manos en la masa, y Elisabeth tenía que salir por patas antes de que le cayera un buen pescozón: “¡Luego, no vas a comer!” refunfuñaba Angelita mientras perdía a su nieta de vista con los mofletes llenos de pan.


El deseo de Angelita siempre fue morir en su casa. Y así se lo hizo saber a sus hijos: “A mí no me llevéis a una residencia de esas, cuando sea vieja. Quiero morir en mi cama”.


La de la “guadaña” no entiende de anhelos. Y Angelita murió en una cama, sí. Pero en una residencia que, a su vez, era un hospital psiquiátrico. La demencia senil iba desmontando su cuerpo y su ánimo hasta convertirlo en un simple folio en blanco. Ya no hablaba, no podía caminar y, lo peor de todo, no reconocía a su propia familia. Era como una niña, pero con el corazón cansado de tanto latir. En todo ese tiempo había sobrevivido, sin saberlo, a la muerte de su hija pequeña, que tan solo tenía 50 años.


Elisabeth iba todos los sábados a visitar a su abuelita. Le escribía en un papel, en letras muy grandes para que lo pudiera leer bien: SOY TU NIETA. Tenía la esperanza de que ese día, con suerte, estuviera un pelín más lúcida y pudiera reconocerla. Elisabeth sacaba de su bolso un pintalabios rojo carmín y le perfilaba los labios, animada. Angelita la observaba y dibujaba en su rostro una fugaz pero encantadora sonrisa. Sus ojillos negros recobraban, por un instante, su brillo original. Parecía que quisieran encontrar en la mirada limpia de su nieta las respuestas a toda una vida de recuerdos esfumados. Al cabo de un rato Elisabeth, impulsada por el deseo de volver a hacerla sonreír, rompía aquel incómodo silencio, obligado entre ellas, y le susurraba al oído “Al olivo, al olivo, al olivo, subí. Por cortar una rama, del olivo caí…”.


Dos tímidas violetas, en forma de lágrimas, descendieron con sutil elegancia por el ajado rostro de Angelita en aquella tarde gris de abril. Al son de un tango improvisado se unieron, cómplices, al sonido de la lluvia que repiqueteaba sin cesar en el cristal de la ventana.


Un agradable aroma a violetas impregnó toda la sala.


Fue entonces cuando Elisabeth comprendió que siempre estarían unidas.


Unos días después, la abuelita murió.


Había vivido 95 largos años.


Algunas partes del viaje de Elisabeth ya no serían lo mismo sin ella. El dolor se quedaría mucho tiempo.


Una nueva vida crecía en su interior...


A mi abuelita.







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