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Hija de las Balas

Actualizado: 25 nov 2021


José María, mi padre, trabajaba para una factoría francesa de automóviles, en la cadena de montaje. Se encargaba de poner planchas y obturadores en el taller de pintura. En otras palabras: montaba las piezas que servían para apoyar los pies dentro de los coches. Era un trabajo rudimentario pero el sueldo caía todos los meses. Mi padre, desde niño, soñaba con ser soldado. Pero tuvo un incidente mientras hacía el servicio militar y nunca más volvió a coger un arma.


El fusil de asalto con el que estaba haciendo las prácticas de tiro aquel fatídico día tenía el percutor partido, y empezó a disparar a diestro y siniestro. Mi padre, por mera intuición, se adelantó corriendo al resto de compañeros y lanzó el arma tan lejos como pudo. El Cetme, al caer al suelo, dejó de disparar, pero desafortunadamente uno de los tiros había alcanzado ya en la pierna de su compañero de al lado.


A Miguelín, al que después le uniría una amistad de por vida, tuvieron que amputarle la pierna derecha. Yo le recuerdo como “El amigo cojo de papá”. Era muy cariñoso conmigo y, cuando venía a casa de visita, yo le quitaba la muleta y me ponía a jugar con ella. Siempre me traía una caja de bombones, de chocolate negro, mis favoritos.


Mi padre, después del accidente tuvo que quedarse arrestado en el calabozo. Estuvo varios días confinado mientras los militares dilucidaban qué había podido suceder. Finalmente, se demostró que el arma estaba defectuosa. Luego, supo que no era la primera vez que ocurría algo así, ya que los chopos pasaban de mano en mano sin control y no tenían el mantenimiento adecuado.

Pero en la mente de aquel chaval, sobrepasado por las circunstancias, algo cambió, y comprendió que su vida debía tomar otros derroteros…


Coincidencias del destino, mi padre conoció a mi madre, porque era compañera de trabajo de Miguelín, en la Fábrica de Armas de Palencia (valga la paradoja).


Los militares, para compensar su “falta”, habían movido los hilos necesarios para que aquel joven, que acababa de perder una pierna, tuviera un futuro digno, y le ofrecieron un puesto de trabajo donde pudiera desarrollar una actividad, a pesar de su recién estrenada discapacidad. Miguelín y mi madre trabajaban en el mismo taller y se llevaban fenomenal. Un día, a la salida del turno de tarde, mi padre, que estaba esperando a su amigo, vio a mi madre.


En cuanto aquellos dos jóvenes cruzaron sus miradas se enamoraron, y nunca más se volvieron a separar.


Miguelín, cómo no, fue el padrino de boda de sus dos amigos.


Elena, mi madre, también estaba enamorada de su trabajo y le habló alto y claro a mi padre: ella jamás dejaría de trabajar, aunque tuvieran hijos. Esta decisión no era habitual en las mujeres de su edad (tenía 21 años), ya que la gran mayoría, en cuanto nacía el primer niño, se quedaba en casa al cargo.


El taller de cartuchería donde trabajaba se encargaba de la fabricación del proyectil del calibre 7,62 mm; el mismo que había herido en la pierna a Miguelín. Mi madre había pasado por diferentes puestos: el torneado de la boca y el culote del proyectil, la revisión de la bala, el barnizado, la revisión de la cápsula, el empacado... De sobra era conocido por los mandos (militares de alto rango) que Elena era la mejor examinando uno por uno cada proyectil, con el fin de rechazar el que estuviera defectuoso antes de estar listo para “servir”. Este ejercicio requería máxima concentración visual, y con los años le costó un glaucoma. Probablemente, también desencadenó su cáncer de pulmón… (sin contar las dos cajetillas de 1 x 2 que se fumaba a diario, claro), ya que los barnices que utilizaban para darle brillo a la munición eran altamente tóxicos y las medidas de protección, como las mascarillas, se las saltaban todos los trabajadores a la torera.


Mi madre se ganó el respeto de sus jefes y compañeros, en su gran mayoría hombres, a base de tesón y una voluntad férrea a lo largo de los años. Trabajó en la Fábrica de Armas durante 34 años, hasta que enfermó. Nunca antes se había cogió una baja, salvó cuando me tuvo a mí. Conocía a la perfección las diferentes municiones, y todo el que la trataba, decía que dotes de mando y carácter le sobraban.


“Tú madre hubiera sido una gran militar”, siempre me ha dicho mi padre con orgullo. Pero en España, a principios de los años setenta, ser mujer y militar era impensable.


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